«Tú tie­nes que de­di­car­te a al­go que la gen­te ne­ce­si­te», me di­je­ron una vez. O «que el mun­do ne­ce­si­te», no re­cuer­do bien.

Wha­te­ver.

El ca­so es que esa per­so­na no me lo di­jo de ma­la fe, creo. Pe­ro el men­sa­je me de­jó he­la­da: la fan­ta­sía NO es ne­ce­sa­ria.

Y yo ten­dría que ha­ber con­tes­ta­do: «Se­ño­ra, us­ted me es­tá di­cien­do eso por un te­lé­fono que no exis­te por­que sí, sino por­que al­guien lo cons­tru­yó. Y, pa­ra po­der cons­truir­lo, an­tes lo tu­vo que in­ven­tar. O sea: ima­gi­nar. Crear. De­jar vo­lar la fan­ta­sía pa­ra con­ce­bir al­go que no exis­tía en el mun­do con el fin de ma­te­ria­li­zar­lo».

Sí, eso ha­bría es­ta­do bien.

Pe­ro no se me ocu­rrió ni eso, ni na­da.

Me pa­sa a me­nu­do.

A ve­ces, por­que el te­ma no me in­tere­sa, por lo que ni me es­fuer­zo en de­cir na­da. Otras, por­que me in­tere­sa de­ma­sia­do –co­mo fue el ca­so– y se me abre una car­pe­ta men­tal ti­tu­la­da «In­for­ma­ción so­bre X».

MUJER HACIENDO CÁLCULOS IMPOSIBLES

Es­ta soy yo ac­ce­dien­do a los ar­chi­vos en un ne­fas­to in­ten­to de ser ob­je­ti­va, im­par­cial y… no sé, no dis­cu­tir por dis­cu­tir.

En­ton­ces me blo­queo por­que mi guio­nis­ta per­so­nal, en vez de fa­ci­li­tar­me una ré­pli­ca in­ge­nio­sa, em­pie­za a fi­lo­so­far.

A com­pa­rar da­tos.

Re­vi­sar ma­ti­ces.

Ca­li­brar por qué es­to y por qué lo otro.

Va­mos, que se pre­pa­ra un mal­di­to té y se apol­tro­na en su tum­bo­na a exa­mi­nar la vi­da.

No­ta men­tal: ten­go que des­pe­dir a ese guio­nis­ta.

Pues eso. Que en su mo­men­to no reac­cio­né.

Pe­ro hoy se me ocu­rren tres ar­gu­men­tos so­bre por qué la ima­gi­na­ción y la fan­ta­sía son tan im­por­tan­tes.

Y ya no so­lo en el cam­po de los lo­gros ma­te­ria­les, sino co­mo ba­se pa­ra la vi­da en ge­ne­ral.

Y, co­mo esa bue­na se­ño­ra ya no es­tá de­lan­te mío, os lo cuen­to a vo­so­tros. ¿Os pa­re­ce?

¡Ho­la, it’s Cklo, por cier­to!

UNA BASE PARA LA PEQUEÑA INFANCIA

Bruno Bet­telheim (1903–1990) fue un psi­có­lo­go in­fan­til que de­fen­dió la im­por­tan­cia de los cuen­tos de ha­das en la vi­da de los ni­ños. Afir­ma­ba que el ni­ño pe­que­ño tie­ne la ca­pa­ci­dad de sen­tir un am­plio aba­ni­co de im­pul­sos y emo­cio­nes. Al­gu­nas, po­si­ti­vas y buen ro­llis­tas. Otras… no tan­to.

LA FANTASÍA COMO ESTRATEGIA DE VIDA 1

Sa­ber que los ni­ños po­dían ex­pe­ri­men­tar hos­ti­li­dad, ho­rro­ri­zó a mu­chos pa­dres en su mo­men­to.

El ni­ño pe­que­ño pue­de ex­pe­ri­men­tar, pues, hos­ti­li­dad ha­cia los pa­dres o cui­da­do­res.

Los com­ple­jos de Edi­po y de Elec­tra, una re­la­ción fi­lial de­fi­cien­te o el des­cu­bri­mien­to de que los ma­yo­res no van a obe­de­cer to­dos sus de­seos, pue­den ser so­lo al­gu­nos de los de­to­nan­tes.

¿Y qué pa­sa con eso?

Pues que el ni­ño no pue­de de­cir a su fa­mi­lia «Mi­rad, pa­ya­sos, sa­lid de mi vi­da por­que es que no os pue­do ni ver». No, por una sen­ci­lla ra­zón: su su­per­vi­ven­cia de­pen­de de los pa­dres. Pe­ro, a la vez, no pue­de bo­rrar esas emo­cio­nes sin más, lo cual le ge­ne­ra an­gus­tia.

Ilustración de Arthur Rackham para La Caperucita Roja.

Ca­pe­ru­ci­ta Ro­ja, por Arthur Rackham. En el fa­mo­so cuen­to, la dul­ce abue­la es sus­ti­tui­da por el lo­bo ma­lo: dos vi­sio­nes opues­tas del cui­da­dor.

¿Qué ha­cer?

Pues tras­la­dar eso al mun­do de la fic­ción.

En los cuen­tos, el ni­ño des­pla­za la in­qui­na ha­cia su pa­dre, su ma­dre o su tu­tor le­gal al per­so­na­je del ogro, la bru­ja o el mons­truo del bos­que.

De ellos sí pue­de pen­sar mal, por­que «no son de ver­dad». Pues no ha­bi­tan en su reali­dad, sino en «el país de nun­ca ja­más».

Así que la des­car­ga ne­ga­ti­va se ha­ce po­si­ble, ali­vian­do al ni­ño y con­ser­van­do, de es­ta for­ma, su sen­sa­ción de se­gu­ri­dad.

DE LA PEQUEÑA INFANCIA AL NIÑO QUE SALE AL MUNDO

Se­gui­mos con Bet­telheim.

Bruno Bettelheim

Por cier­to, es­te es el se­ñor Bet­telheim.

Hay un mo­men­to en la vi­da de to­do ni­ño en el que sa­le del ho­gar pa­ra ir al co­le­gio. ¡Ho­rror! ¿Se lle­va­rá bien con sus com­pa­ñe­ros? ¿Se­rá bue­na la se­ño? ¿Qué tal se le da­rá eso de apren­der co­sas…?

¡Fan­ta­sía al res­ca­te one mo­re ti­me!

Iden­ti­fi­cán­do­se con el hé­roe de los cuen­tos, vien­do có­mo su­pera los obs­tácu­los has­ta ob­te­ner un fi­nal fe­liz, el ni­ño in­tro­yec­ta la idea de que él tam­bién po­drá. In­tro­yec­ta una es­pe­ran­za que le da­rá el tem­ple ne­ce­sa­rio pa­ra su­pe­rar los obs­tácu­los de la vi­da.

Sí, se le pro­por­cio­na una ba­se psi­co­ló­gi­ca pa­ra con­ver­tir­se en al­guien que en­cuen­tra su lu­gar en el mun­do. Pa­ra ser al­guien com­ple­to, au­to­su­fi­cien­te y sa­tis­fe­cho.

Se­gún Bet­telheim, los cuen­tos con los fi­na­les de «vi­vie­ron fe­li­ces y co­mie­ron per­di­ces» ilus­tran es­te ob­je­ti­vo fi­nal. Por ejem­plo, el ma­tri­mo­nio con el prín­ci­pe o la prin­ce­sa. O el ob­te­ner el te­so­ro del vie­jo pi­ra­ta. O el cam­pe­sino que se co­ro­na rey.

Escarabajo pelotero | Pixabay

El es­ca­ra­ba­jo pe­lo­te­ro de mis cuen­tos era más mo­lón. Pe­ro es­te tam­po­co es­tá mal.

«¡Pe­ro, Cklo, ya na­die cuen­ta cuen­tos a los ni­ños!», di­réis al­gu­nos. Bueno, ha­brá de to­do… ¿no? Pa­ra que me co­mie­se la ce­na, mi abue­la se in­ven­ta­ba un mon­tón de cuen­tos so­bre es­ca­ra­ba­jos pe­lo­te­ros.

Ya dis­cu­ti­re­mos en otro ar­tícu­lo có­mo ha po­di­do afec­tar­me es­cu­char cuen­tos so­bre un in­sec­to que se de­di­ca a mo­ver pe­lo­ti­tas de ca­ca de aquí pa­ra allá.

¡A lo que iba! Hoy en día, los cuen­tos ya no tie­nen por qué ser na­rra­dos por abue­las es­ca­to­ló­gi­cas: la te­le­vi­sión, el ci­ne o la li­te­ra­tu­ra in­fan­til apor­tan su gra­ni­to de are­na.

Beatrix Potter

Bea­trix Pot­ter a la iz­quier­da y una ilus­tra­ción su­ya a la de­re­cha. Has­ta que Bea­trix no es­cri­bió sus fa­mo­sos cuen­tos, no hu­bo li­bros pa­ra ni­ños. ¿Lo sa­bíais?

No se­ré yo quien di­ga que la te­le o los li­bros sean un sus­ti­tu­ti­vo del con­tac­to hu­mano.

No, no es­ta­ble­ces la­zos per­so­na­les con na­da de eso. Pe­ro son vías úti­les, tam­bién.

Son me­dios que ofre­cen un am­plio aba­ni­co de his­to­rias. His­to­rias que nos vie­nen de to­das par­tes del mun­do y crea­das por to­do ti­po de per­so­nas, lo que nos ofre­ce otros con­tex­tos, otras mi­ra­das.

Y no nos en­ga­ñe­mos: hay ni­ños que no re­ci­ben nin­gún ti­po de aten­ción. Así pues, ¿por qué no ofre­cer­les vías al­ter­na­ti­vas de cre­ci­mien­to?

LOS ADULTOS Y EL DOLOR

Ha­ce mu­cho tiem­po es­tu­dié al­go de ar­te­te­ra­pia. Y me en­se­ña­ron un ejer­ci­cio que, tal y co­mo lo veo, es­tá li­ga­do a lo que he­mos co­men­ta­do has­ta aho­ra. Pe­ro es­ta vez la in­for­ma­ción no me vino de Bet­telheim, sino de la mano de uno de los pre­cur­so­res de la ar­te­te­ra­pia (so­bre to­do en Fran­cia y Es­pa­ña), J.P. Klein (Pa­rís, 1939).

No he en­con­tra­do nin­gu­na fo­to del se­ñor Klein, así que os pon­go un ví­deo don­de po­déis ver es un ejer­ci­cio que se ha­ce en ar­te­te­ra­pia:

¿A que es in­tere­san­te?

Vol­vien­do a J.P. Kein: ¿os sue­na?

Pis­ta: su­ya es la épi­ca fra­se «de la mier­da, fer­ti­li­zan­te».

Otra vez con la ca­ca de por me­dio. Per­dón.

Pe­ro es que de eso va es­te pun­to: de co­ger lo ma­lo­lien­te y re­ci­clar­lo.

La di­ná­mi­ca del ejer­ci­cio era la si­guien­te: el pa­cien­te crea­ba un per­so­na­je y, a tra­vés de él, ha­bla­ba de lo le cau­sa­ba do­lor. Se re­fu­gia­ba en la ter­ce­ra per­so­na pa­ra to­car te­mas es­pi­no­sos. El he­cho de que «eso» le hu­bie­se pa­sa­do a «ese» y no «a mí» po­nía dis­tan­cia en­tre él y el acon­te­ci­mien­to hi­rien­te. Una dis­tan­cia cru­cial pa­ra que el do­lor no le abru­ma­se y pu­die­ra, así, ex­pre­sar­lo.

Es­te pri­mer pa­so, la expresión/liberación del trau­ma, se­ría cla­ve pa­ra ini­ciar el pro­ce­so te­ra­péu­ti­co. Otor­ga in­for­ma­ción al te­ra­peu­ta y mues­tra al pa­cien­te que pue­de no aho­gar­se en la ex­pe­rien­cia… y ac­tuar.

¿Có­mo? Por ejem­plo, in­ter­pre­tan­do al per­so­na­je crea­do co­mo al­guien que su­pera los obs­tácu­los. O es­cri­bien­do so­bre ello. Y, có­mo no, to­do ello acom­pa­ña­do por un te­ra­peu­ta em­pá­ti­co y for­ma­do.

CKLONCLUSIÓN

Es­tos son so­lo tres ejem­plos de có­mo la fan­ta­sía pue­de ayu­dar­nos a vi­vir me­jor.

En de­fi­ni­ti­va: la fan­ta­sía es ne­ce­sa­ria.

Mmm… que­ría ter­mi­nar es­te ar­tícu­lo con una fra­se épi­ca. Pe­ro mi guio­nis­ta per­so­nal se ha en­fa­da­do con­mi­go por ha­ber­lo cri­ti­ca­do, y se nie­ga a co­la­bo­rar.

¡Bueno, pues de­ja­ré que uno de los maes­tros de la fan­ta­sía ter­mi­ne por mí!

La fan­ta­sía no es una for­ma de eva­dir­se de la reali­dad, sino un mo­do más agra­da­ble de acer­car­se a ella. 

Mi­chael En­de

¡Gra­cias por leer­me!

Cklo La­be­lla

Deep in the Woods (by Inga Nielsen)


BIBLIOGRAFÍA

Psicoanálisis de los cuentos de hadas - Bruno BettelheimPsi­co­aná­li­sis de los cuen­tos de ha­das
de Bruno Bet­telheim
(Edi­to­rial Crí­ti­ca, 2010)

 


Arteterapia: una introducción - JP KleinAr­te­te­ra­pia: una in­tro­duc­ción
de Jean-Pie­rre Klein
(Edi­to­rial Oc­tae­dro, 2006)

 


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